Los críos que nacieron entre el fin de la II Guerra Mundial y el inicio de la de Corea fueron llamados, en Estados Unidos, baby boomers. Lo hicieron en medio de la insólita abundancia que trajo la colosal economía de guerra montada por ese país ya en 1943. En Europa sus equivalentes nacieron, en cambio, en medio de una horrible destrucción y pobreza; se criarían viendo el oscuro cine de la nouvelle vague y oyendo los ecos de una bohemia existencialista apestando a tabaco, a sobaco y a Jean Paul Sartre. En Rusia los baby boomers nacieron bajo el peso casi incomprensible de una generación previa completa, la de sus padres, incinerada o mutilada en los campos de batalla; lo hicieron, además, bajo la férula del dios del socialismo, el carnicero perfecto, José Stalin. Y en Asia, Africa, China y la mayor parte del mundo nacieron como lo habían hecho sus abuelos y tatarabuelos hasta la enésima generación, en la misma villa o poblado donde morirían 30 años más tarde.
Aun así, pese a las enormes diferencias, el que hubiesen nacido después de la guerra hizo pensar a muchos que esos niños de los 50 y luego esos púberes o ya jóvenes de los 60 traían en sus brazos no sólo marraquetas, sino también promesas inmensas. Cada nueva generación alimenta esa fantasía y aun más lo hace si llega luego de una hecatombe. Y en los 60 parecieron estar a la altura de ese sueño, aunque también de las pesadillas. Fue la generación que leyó a Kerouac y oyó a Presley, la que dio origen a los Beatles y a los hippies, pero también la que sustentó a las Brigadas Rojas, la que militó en el IRA y la que se zambulló en pútridas selvas sudamericanas a emboscar y asesinar a soldados tan miserables y piojentos como ellos, todo en nombre del "foco revolucionario".
En Chile los baby boomers fueron, casi todos, reformistas o revolucionarios. Era "papaya"(fácil) -expresión de dicha época- serlo. Se era revolucionario "conforme a la ley". Bastaba la pose, la vestimenta, el aire heroico, el póster del Che en la pieza, los bototos, las tomas, los discursos encendidos, la barba y cierta pestilencia derivada de muy escasas visitas a la ducha. Ni un solo dirigente político destacado de hoy dejó de ser parte de esa ópera. Pero, además, entre 1965 y 1970 los chicos y chicas de los 60 asociaron a la ruda revolución predicada por los barbudos las delicadas fragancias de la liberación femenina, del "let it be" y de la marihuana. Algunos comenzamos a usar chalas y nos dejamos crecer el pelo. ¿Para qué estábamos en el mundo? Para cambiarlo. ¿Qué veníamos a hacer a la Tierra? Pues a reparar las embarradas dejadas por toda la historia previa de la raza humana. He ahí, en pocas palabras, el espíritu de esos tiempos.
Lamentablemente, no hay manera de seguir siendo una promesa glamorosa cuando se llega a una edad sin otro porvenir que una eventual operación a la próstata. Los de la generación del 60 están cumpliendo o ya cumplieron 60 y dieron acabadas y convincentes muestras de la distancia abismal entre sueño y realidad, como por lo demás puntualmente lo hace toda generación, salvo que llegue un fabricante de mitos como Stephen E. Ambrose y diga otra cosa en su remunerativo best seller "Las banderas de nuestros padres". Sin duda, los pobres jóvenes yanquis reclutados a la fuerza para morir en Okinawa o en la playa Omaha eran tan miserables como cualquiera, pero la muerte ayuda a la leyenda, como lo hacen el tiempo y el olvido.
En Chile estos sesentones, en especial los situados en la política, no han sido menos ni hecho más que los caídos en esos campos de batalla, sólo que no cayeron sino sólo tropezaron de vez en cuando. Exagerado y falso hablar de ellos como de los "héroes cansados", tal cual hizo Marco Enríquez-Ominami por una racha de buena onda nacida quizás de cierto culto a su padre biológico. No fueron héroes a los 20 o 30, menos lo son hoy. A los 60 el mérito que pueda tenerse está a años luz de siquiera el sueño del activismo militante, salvo que se trate de viejos medios tontos que se obstinan en hacer trekking, levantar pesas y sumergirse en gélidas aguas a bucear mariscos. La virtud de un sesentón, si la tiene, es no agitarse tanto por nada y por lo mismo ser menos molestoso para el prójimo; los asaltos al Cielo y el "pedir lo imposible" es tontera de niños chicos.
Así pues, aquí estamos los sobrevivientes de los 60, ahora sesentones, los fulanos a quienes llaman "sesentones", tipos y tipas de canas o cabellera gris, ilustre ponchera, ojos cansados, trasero caído, sin ilusiones, a menudo separados o casados ya por segunda, tercera o hasta cuarta vez, con pitutos a medio morir saltando, algunas lecturas en el cuerpo, mucho trago en el buche, camionadas de recuerdos y sintiendo -perdón, Gardel- que no sólo 20 años, sino 40 y hasta 50 no son nada. Pero algo hicimos. Hubo genios y hubo pergenios, hubo logros y cosas malogradas. ¿Qué más se nos puede pedir? Quienes nos sucedan no serán mejores y quizás hasta sean peor.
Por Fernando Villegas
Aun así, pese a las enormes diferencias, el que hubiesen nacido después de la guerra hizo pensar a muchos que esos niños de los 50 y luego esos púberes o ya jóvenes de los 60 traían en sus brazos no sólo marraquetas, sino también promesas inmensas. Cada nueva generación alimenta esa fantasía y aun más lo hace si llega luego de una hecatombe. Y en los 60 parecieron estar a la altura de ese sueño, aunque también de las pesadillas. Fue la generación que leyó a Kerouac y oyó a Presley, la que dio origen a los Beatles y a los hippies, pero también la que sustentó a las Brigadas Rojas, la que militó en el IRA y la que se zambulló en pútridas selvas sudamericanas a emboscar y asesinar a soldados tan miserables y piojentos como ellos, todo en nombre del "foco revolucionario".
En Chile los baby boomers fueron, casi todos, reformistas o revolucionarios. Era "papaya"(fácil) -expresión de dicha época- serlo. Se era revolucionario "conforme a la ley". Bastaba la pose, la vestimenta, el aire heroico, el póster del Che en la pieza, los bototos, las tomas, los discursos encendidos, la barba y cierta pestilencia derivada de muy escasas visitas a la ducha. Ni un solo dirigente político destacado de hoy dejó de ser parte de esa ópera. Pero, además, entre 1965 y 1970 los chicos y chicas de los 60 asociaron a la ruda revolución predicada por los barbudos las delicadas fragancias de la liberación femenina, del "let it be" y de la marihuana. Algunos comenzamos a usar chalas y nos dejamos crecer el pelo. ¿Para qué estábamos en el mundo? Para cambiarlo. ¿Qué veníamos a hacer a la Tierra? Pues a reparar las embarradas dejadas por toda la historia previa de la raza humana. He ahí, en pocas palabras, el espíritu de esos tiempos.
Lamentablemente, no hay manera de seguir siendo una promesa glamorosa cuando se llega a una edad sin otro porvenir que una eventual operación a la próstata. Los de la generación del 60 están cumpliendo o ya cumplieron 60 y dieron acabadas y convincentes muestras de la distancia abismal entre sueño y realidad, como por lo demás puntualmente lo hace toda generación, salvo que llegue un fabricante de mitos como Stephen E. Ambrose y diga otra cosa en su remunerativo best seller "Las banderas de nuestros padres". Sin duda, los pobres jóvenes yanquis reclutados a la fuerza para morir en Okinawa o en la playa Omaha eran tan miserables como cualquiera, pero la muerte ayuda a la leyenda, como lo hacen el tiempo y el olvido.
En Chile estos sesentones, en especial los situados en la política, no han sido menos ni hecho más que los caídos en esos campos de batalla, sólo que no cayeron sino sólo tropezaron de vez en cuando. Exagerado y falso hablar de ellos como de los "héroes cansados", tal cual hizo Marco Enríquez-Ominami por una racha de buena onda nacida quizás de cierto culto a su padre biológico. No fueron héroes a los 20 o 30, menos lo son hoy. A los 60 el mérito que pueda tenerse está a años luz de siquiera el sueño del activismo militante, salvo que se trate de viejos medios tontos que se obstinan en hacer trekking, levantar pesas y sumergirse en gélidas aguas a bucear mariscos. La virtud de un sesentón, si la tiene, es no agitarse tanto por nada y por lo mismo ser menos molestoso para el prójimo; los asaltos al Cielo y el "pedir lo imposible" es tontera de niños chicos.
Así pues, aquí estamos los sobrevivientes de los 60, ahora sesentones, los fulanos a quienes llaman "sesentones", tipos y tipas de canas o cabellera gris, ilustre ponchera, ojos cansados, trasero caído, sin ilusiones, a menudo separados o casados ya por segunda, tercera o hasta cuarta vez, con pitutos a medio morir saltando, algunas lecturas en el cuerpo, mucho trago en el buche, camionadas de recuerdos y sintiendo -perdón, Gardel- que no sólo 20 años, sino 40 y hasta 50 no son nada. Pero algo hicimos. Hubo genios y hubo pergenios, hubo logros y cosas malogradas. ¿Qué más se nos puede pedir? Quienes nos sucedan no serán mejores y quizás hasta sean peor.
Por Fernando Villegas
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