Por Elena de White
Y serán para mí especial tesoro, ha dicho Jehová de los ejércitos, en el día en que yo actúe; y los perdonaré, como el hombre que perdona a su hijo que le sirve. Mal. 3: 17.
Los cristianos son las gemas de Cristo, compradas a un precio infinito. Deben resplandecer brillantemente para El, reflejando la luz de su hermosura. Y han de recordar siempre que todo el lustre que posee el carácter cristiano proviene del Sol de Justicia. El lustre de las joyas de Cristo depende del pulido que reciban. Dios no nos obliga a ser pulidos. Se nos deja en libertad de elegir ser pulidos o permanecer sin pulir. Pero todo el que sea declarado digno de un lugar en el templo de Dios debe someterse al proceso del pulimiento. Debe dar su consentimiento para que se corten los bordes ásperos de su carácter, a fin de que pueda ser simétrico y hermoso, idóneo para representar la perfección del carácter de Cristo.
Se deshonra al Señor cuando su pueblo no vive en la luz del Sol de Justicia ni refleja más luz que la de los guijarros comunes. Se lo deshonra cuando el servicio que se le presta está empañado con la lepra del egoísmo.
El divino Artífice dedica poco tiempo a material sin valor. Solamente pule las joyas preciosas para que sean dignas de un palacio. Con el martillo y el cincel elimina los bordes ásperos, preparándonos para ocupar un lugar en el templo de Dios. El proceso es severo y doloroso. Lastima el orgullo humano. Cristo corta profundamente en la experiencia que el hombre, en su autosuficiencia, considera como completa, y elimina el enaltecimiento propio del carácter. Quita las superficies excedentes, y aplicando la piedra a la rueda esmeril, la presiona a fin de que toda aspereza sea desgastada. Entonces, sosteniendo la joya ante la luz, el Maestro contempla en ella un reflejo de su propia imagen y la declara digna de un lugar en su templo.
¡Bienaventurada sea la experiencia, aunque severa, que da nuevo valor a la piedra, capacitándola para brillar con un resplandor viviente!
[El Señor] tiene obreros a los cuales llama de la pobreza y la oscuridad. Ocupados en los deberes cotidianos de la vida, y vestidos con ropas comunes, son considerados como de poco valor por los hombres. Pero Cristo ve en ellos posibilidades infinitas, y en sus manos llegarán a ser joyas preciosas, que resplandecerán brillantemente en el reino de Dios. "Y serán para mí especial tesoro, ha dicho Jehová de los ejércitos, en el día en que yo actúe" (Mal. 3: 17).
El perfecto conocimiento que Cristo tiene del carácter humano lo capacita para tratar con la mente. Dios sabe exactamente cómo tratar a cada alma. El no juzga como lo hacen los hombres. Conoce el valor real del material sobre el cual trabaja para capacitar a hombres y mujeres a fin que ocupen posiciones de confianza (Manuscrito 168, del 24 de diciembre de 1902, "El pecado de la maledicencia").
Hermano, si yo no hubiera recibido vituperios, tendría razones para preguntarme si era o no una hija de Dios, ocupada en su obra. Pero los he recibido en abundancia. El templo judío se construyó con piedras labradas a un gran costo de tiempo, dinero y trabajo. Fueron extraídas de las montañas y trabajadas para ocupar su lugar en el templo, de tal manera que cuando el edificio se completó no hubo sonido de hacha ni de martillo. Las piedras que están en el sagrado templo de Dios no fueron cortadas de los montes de Judea, sino reunidas de entre las naciones. No constituyen un material inerte que necesita martillo y cincel, sino son piedras vivientes que emiten luz. El gran Cortador de la verdad las tomó, de la cantera del mundo y las colocó bajo la mano del gran Maestro Constructor, y El las está puliendo en su taller, en este mundo, a fin de que todos los bordes ásperos sean eliminados, y que, mediante los golpes del martillo y del cincel, y escuadradas por la verdad de Dios, pulidas y refinadas, estén listas para ocupar el lugar en el templo espiritual de Dios.
Estamos ahora en el taller del Señor, y el proceso está avanzando en estas horas de prueba, a fin de hacernos idóneos para el templo glorioso. No podemos ser indiferentes y descuidados, y rehusar separamos del pecado, sino que debemos morir a nuestros defectos de carácter con el anhelo de llegar a ser puros, santos y labrados como piedras de un palacio. Cuando Cristo venga, será demasiado tarde para corregir lo erróneo, para que el carácter cambie, para obtener un carácter santo. Ahora es el día de preparación; ahora es cuando podemos eliminar nuestros defectos. Nuestros pecados serán escudriñados en el juicio, y deben ser confesados y abandonados, a fin de que el perdón sea escrito frente a nuestros nombres. Que el Señor nos ayude para que los que enseñamos la verdad seamos modelos de piedad (Carta 60, del 25 de diciembre de 1886, dirigida a Juan Corliss y esposa, pioneros en Australia). 372
Bienaventurados los que lloran, porque ellos recibirán consolación".
El llanto al que se alude aquí es la verdadera tristeza de corazón por haber pecado. Dice Jesús: "y yo, si fuere levantado de la tierras a todos atraeré a mí mismo" (S. Juan 12:32).* A medida que una persona se siente persuadida a mirar a Cristo levantado en la cruz, percibe la pecaminosidad del ser humano. Comprende que es el pecado lo que azotó y Crucificó al Señor de la gloria. Reconoce que aunque se lo amó con cariño indecible, su vida ha sido un espectáculo continuo de ingratitud y rebelión Abandonó a su mejor Amigo y abusó del don más precioso del cielo. El mismo crucificó nuevamente al Hijo de Dios y traspasó otra vez su corazón sangrante y agobiado. Lo separa de Dios un abismo ancho, negro y hondo, y llora con corazón quebrantado.
Ese llanto recibirá "consolación". Dios nos revela nuestra culpabilidad para que nos refugiemos en Cristo y para que por él seamos librados de la esclavitud del pecado, a fin de que nos regocijemos en: la libertad de los hijos de Dios. Con verdadera contrición, podemos llegar al pie de la cruz y depositar allí nuestras cargas.
Hay también en las palabras del Salvador un mensaje de consuelo para los que sufren aflicción o la pérdida de un ser querido. Nuestras tristezas no brotan de la tierra. Dios "no aflige ni entristece voluntariamente a los hijos de los hombres". Cuando él permite que suframos pruebas y aflicciones, es "para lo que nos es provechosos para que participemos de su santidad" (Lamentaciones 3:33; Hebreos 12:10).* Si la recibimos con fe, la prueba que parece tan amarga y difícil de soportar resultará una bendición. El golpe cruel que marchita los gozos terrenales nos hará dirigir los ojos al cielo. ¡Cuántos son los que nunca habrían conocido a Jesús si la tristeza no los hubiera movido a buscar consuelo en él! Las pruebas de la vida son los instrumentos de Dios para eliminar de nuestro carácter toda impureza y tosquedad. Mientras nos labran, escuadran, cincelan, pulen y bruñen, el proceso resulta penoso, y es duro ser oprimido contra la muela de esmeril. Pero la piedra sale preparada para ocupar su lugar en el templo celestial. El Señor no ejecuta trabajo tan consumado y cuidadoso en material inútil. Únicamente sus piedras preciosas se labran a manera de las de un palacio.
El Señor obrará para cuantos depositen su confianza en él. Los fieles ganarán victorias preciosas, aprenderán lecciones de gran valor y tendrán experiencias de gran provecho.
Nuestro Padre celestial no se olvida de los angustiados. Cuando David subió al monte de los Olivos, "llorando, llevando la cabeza cubierta, y los pies descalzos" (2 Samuel 15:30)*, el Señor lo miró compasivamente. David iba vestido de cilicio, y la conciencia lo atormentaba. Demostraba su contrición por las señales visibles de la humillación que se imponía. Con lágrimas y corazón quebrantado presentó su caso a Dios, y el Señor no abandonó a su siervo. Jamás estuvo David tan cerca del amor infinito como cuando, hostigado por la conciencia, huyó de sus enemigos, incitados a rebelión por su propio hijo. Dice el Señor: "Yo reprendo y castigo a todos los que amo; sé, pues, celoso, y arrepiéntete" (Apocalipsis 3:19).* Cristo levanta el corazón contrito y refina el alma que llora hasta hacer de ella su morada.
Mas cuando nos llega la tribulación, ¡cuántos somos los que pensamos como Jacob! Imaginamos que es la mano de un enemigo y luchamos a ciegas en la oscuridad, hasta que se nos agota la fuerza, y no logramos consuelo ni rescate. El toque divino al rayar el día fue lo que reveló a Jacob con quién estaba luchando: el Ángel del pacto. Lloroso e impotente, se refugió en el seno del Amor infinito para recibir la bendición que su alma anhelaba. Nosotros también necesitamos aprender que las pruebas implican beneficios y que no debemos menospreciar el castigo del Señor ni desmayar cuando él nos reprende.
"Bienaventurado es el hombre a quien Dios castiga... Porque él es quien hace la llaga, y él la vendará; él hiere, y sus manos curan. En seis tribulaciones te librará, y en la séptima no te tocará mal"(Job 5:17-19).* A todos los afligidos viene Jesús con el ministerio de curación. El duelo, el dolor y la aflicción pueden iluminarse con revelaciones preciosas de su presencia.
Dios no desea que quedemos abrumados de tristeza, con el corazón angustiado y quebrantado. Quiere que alcemos los ojos y veamos su rostro amante. El bendito Salvador está cerca de muchos cuyos ojos están tan llenos de lágrimas que no pueden percibirlo. Anhela estrechar nuestra mano; desea que lo miremos con fe sencilla y que le permitamos que nos guíe. Su corazón conoce nuestras pesadumbres, aflicciones y pruebas. Nos ha amado con un amor sempiterno y nos ha rodeado de misericordia. Podemos apoyar el corazón en él y meditar a todas horas en su bondad. El elevará el alma más allá de la tristeza y perplejidad cotidianas, hasta un reino de paz.
Pensad en esto, hijos de las penas y del sufrimiento, y regocijaos en la esperanza. "Esta es la victoria que vence al mundo.., nuestra fe"(1 S.Juan 5 :4).*
Bienaventurados también los que con Jesús lloran llenos de compasión por las tristezas del mundo y se afligen por los pecados que se cometen en él y, al llorar, no piensan en sí mismos. Jesús fue Varón de dolores, y su corazón sufrió una angustia indecible. Su espíritu fue desgarrado y abrumado por las transgresiones de los hombres. Trabajó con celo consumidor para aliviar las necesidades y los pesares de la humanidad, y se le agobió el corazón al ver que las multitudes se negaban a venir a él para obtener la vida. Todos los que siguen a Cristo, y compartirán también la gloria que será revelada. Estuvieron unidos con él en su obra, apuraron con él la copa del dolor, y participan también de su regocijo.
Por medio del sufrimiento, Jesús se preparó para el ministerio de consolación. Fue afligido por toda angustia de la humanidad, y "en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es poderoso para socorrer a los que son tentados" (Hebreos 2:18; Isaías 63:9).* Quien haya participado de esta comunión de sus padecimientos tiene el privilegio de participar, también de su ministerio. "Porque de la manera que abundan en nosotros las aflicciones de Cristo, así abunda también por el mismo Cristo nuestra consolación". El Señor tiene gracia especial para los que lloran, y hay en ella poder para enternecer los corazones y ganar a las almas. Su amor se abre paso en el alma herida y afligida, y se convierte en bálsamo curativo para cuantos lloran. El "Padre de misericordias y Dios de toda consolación..., nos consuela en todas nuestras tribulaciones, para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios" (2 Corintios 1:3-5).*
Ninguna disciplina al tiempo presente es causa de gozo sino de tristeza, pero al final da fruto apacible (Hebreos 12). La perspectiva del tiempo y de la experiencia generalmente es necesaria para apreciar plenamente la disciplina que se recibe. Cuando los niños y los jóvenes llegan a la madurez -y sólo entonces- pueden comprender todo lo que sus padres, maestros y amigos han contribuido en el desarrollo de su carácter. Este aprecio es, sin duda, un indicio seguro de madurez. Los cristianos maduros aprecian el valor disciplinario de las diversas vicisitudes de la vida mientras están pasando por ellas. Comprenden que el resentimiento frente a la disciplina divina es señal de puerilidad e inmadurez.
Las bestias sólo viven en el presente y para el presente; pero una de las características distintivas de los seres inteligentes es que pueden proyectarse hacia el pasado o el futuro por medio de la memoria o de la imaginación. En esta forma pueden estimar su situación actual dentro de la perspectiva del tiempo y de la experiencia, y decidir y actuar con inteligencia.
La manera como una persona puede contemplar el presente en relación con el pasado y el futuro es una medida bastante segura de que ha pasado de la niñez a la madurez. Otro tanto es cierto en el caso de la madurez cristiana, especialmente en relación con las vicisitudes disciplinarias de la vida. Felices aquellos cristianos que han aprendido a considerar las cosas del tiempo a la luz de la eternidad.
La disciplina siempre da "fruto apacible de justicia", si se acepta; rara vez, si es resistida; nunca, si es rechazada.
La disciplina se hace necesaria cuando surge un conflicto entre las tendencias y los deseos naturales y los principios correctos. El propósito de la disciplina es resolver ese conflicto armonizando las tendencias y los deseos naturales con los principios. Así, la disciplina produce paz. Las persona sometida a la disciplina se encuentra en paz con Dios, consigo misma y con sus prójimos.
Los que aceptan la preparación que proporcionan las vicisitudes disciplinarias, tienen el privilegio de disfrutar del "fruto apacible de justicia", que crece en el árbol de la obediencia a la voluntad revelada de Dios. Las vicisitudes disciplinarias son permitidas por un Padre celestial sabio y amoroso, con el propósito de que haya el "fruto apacible de justicia" que dé madurez a nuestra vida.
"Las manos caídas y las rodillas paralizadas" son símbolos de desánimo e inactividad. Representan la antítesis de la paciencia. El cristiano maduro no se cansa ni desmaya cuando pasa por la disciplina; no deja caer las manos ni vacilan sus rodillas. Como entiende no poco de la naturaleza y del propósito de la disciplina y tiene confianza en la sabiduría y la bondad de su Padre celestial, destierra el resentimiento, el desánimo y la inactividad. Cumple sus tareas con valor y confianza.
Son demasiados los cristianos que sufren de "rodillas paralizadas" y de "manos caídas". En vez de aceptar la disciplina del ciclo, comienzan a culpar a otros por las circunstancias desfavorables en que se encuentran. Rechazan la oportunidad que les proporciona su Padre celestial para desarrollar el carácter. Su vida comienza pronto a dar frutos de disensión y amargura, en vez del "fruto apacible de justicia"
La renuencia a aceptar la disciplina de la vida, lleva con frecuencia a una persona por caminos tortuosos. El cristiano maduro avanza por una senda derecha porque acepta con valor y confianza, sin vacilaciones ni quejas, las vicisitudes disciplinarias necesarias para la formación de un carácter cristiano simétrico. No trata de encontrar un desvío para evitar la disciplina, sino que prosigue por el camino verdadero y aprovecha las buenas oportunidades que la vida ofrece.
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