“Mirad que nadie os engañe por medio de filosofías…” (Colosenses 2:8). Este consejo de Pablo ha hecho que muchos cristianos, incluyendo adventistas del séptimo día, abriguen un temor no natural por la filosofía. Cuando un teólogo del segundo siglo exclamó, “¿Qué tiene que ver Atenas con Jerusalén?” o cuando Elena White advirtió acerca de andar errantes “en los laberintos de la filosofía,” pueden haber querido transmitir una advertencia contra movimientos emergentes en la historia de la iglesia. Pablo mismo alude a una significativa razón para esta preocupación. En su tiempo, los apologistas griegos y los adherentes a la filosofía representaban una amenaza real al crecimiento del cristianismo. El apóstol había tenido que presentar una advertencia teológica a la iglesia de Colosas: Cristo no es negociable. “Porque en él habita corporalmente toda la plenitud de la Deidad, y vosotros estáis completos en él, que es la cabeza de todo principado y potestad” (Colosenses 2:9-10).
Al mismo tiempo que la educación cristiana (tanto sea por la acción del educador o del educando) debe estar basada y afirmada en un compromiso cristocéntrico; no debe dejar de reconocer que opera en un mundo cuyos compromisos filosóficos y metas académicas pueden ser diferentes a la perspectiva cristiana. Delante de estas diferencias, ni el profesor ni el alumno, pueden darse el lujo de esconder la cabeza como el avestruz; de hecho, el docente tiene una obligación para con sus alumnos, la comunidad a la que sirve y los objetivos de conseguir mejores resultados en el proceso del aprendizaje para preparar a los estudiantes a enfrentar problemas sutiles y obvios, que la filosofía ofrece tanto en el aprendizaje como en la vida diaria. El alumno asimismo, es parte activa en este proceso y debe participar en él conscientemente.
¿Es posible cumplir con esta obligación? Yo creo que sí, si es que
(1) dejamos de lado algunos mitos tradicionales con respecto a la filosofía, (2) entendemos la naturaleza y las funciones de la filosofía y (3) desarrollamos una cosmovisión plausible a partir de la cual proseguir nuestro viaje intelectual.
Desechar los mitos
Entre los mitos tradicionales que algunos cristianos han desarrollado con respecto a la filosofía está el que la fe y la razón son incompatibles. Pero tanto la fe como la razón son dones de Dios a los seres humanos, y cualquier incompatibilidad que se perciba no está basada en la revelación bíblica. “Venid luego y razonemos juntos,” invita el Creador (Isaías 1:18), el mismo Dios que describe la fe como fundamental en nuestra relación con él (Hebreos 11:6; Romanos 1:17).
La fe cristiana subraya que cuando Dios creó a los seres humanos a su imagen (Génesis 1:26), compartió con ellos su creatividad, que por supuesto implica una capacidad racional. El razonamiento humano puede a menudo ser defectuoso o mal usado, pero esto no significa que no tiene un rol en la vida cristiana. En realidad, la misma vida de fe de un cristiano debe ser vivida, explicada y compartida en un mundo que está sintonizado con el uso de herramientas construidas por la razón. Una parte de la tarea de la educación cristiana es desarrollar la capacidad racional al máximo. Elena White escribió: “Todos los que se dedican a la adquisición de conocimientos deben esforzarse por alcanzar el peldaño más alto de la escalera. Avancen los estudiantes tanto como puedan; sea el campo de su estudio tan amplio como puedan alcanzar sus facultades.”Esta meta elevada, sin embargo, viene con una advertencia: “…pero hagan de Dios su sabiduría, aferrándose a Aquel que es infinito en conocimiento, que puede revelar secretos ocultos por siglos, y puede resolver los problemas más difíciles para los espíritus que creen en él”.Por lo tanto, existe un vínculo entre la razón y la fe; ambas son dones de Dios y ambas deben ser parte de la educación cristiana. Las Escrituras nos ordenan que desarrollemos nuestras mentes; en realidad el crecimiento en conocimiento es parte del proceso de la santificación (2 Pedro 1:5-7). Siendo que la fe cristiana requiere la transformación de la mente (Romanos 12:2), no abroga por lo tanto ni la mente ni la razón, sino que las transforma de tal manera que la mente humana funcione con la ayuda de la iluminación divina. Esta es una tarea que solamente la fe puede realizar y alcanzar.
El segundo mito que algunos cristianos acarician es que el crecimiento intelectual perjudica la fe cristiana. Pero, en realidad, un cristiano educado puede ser un comunicador mejor informado y más efectivo. Mientras la mayoría de los discípulos de Jesús tenían poca educación (mostrando así que Dios puede usar a cualquier persona a quien elige), hombres como Moisés, Daniel y Pablo ilustran el poder de las personas educadas que se someten a las demandas de la fe. Ser santificado no significa ser estúpido. Otra vez, Elena White dice: “La ignorancia no aumentará la humildad o la espiritualidad de cualquier profeso seguidor de Cristo. Las verdades de la palabra divina pueden ser mejor apreciadas por un cristiano intelectual. Cristo puede ser mejor glorificado por aquellos que le sirven inteligentemente. El gran objetivo de la educación es capacitarnos para usar los poderes que Dios nos ha dado de tal manera que representemos bien la religión de la Biblia y promovamos la gloria de Dios”.
Un tercer mito es la percepción de que existe una distinción entre lo sagrado y lo secular y que debemos vivir esta separación. Una comprensión más profunda de la fe cristiana requiere que mientras vivimos en lo secular, nunca debemos dejar de lado lo sagrado; en realidad, debemos vincular lo sagrado con las personas seculares, de tal manera que ellos puedan entender mejor, apreciar y lograr la dinámica del sentido de realización que se encuentra en lo sagrado. Dios es el Dios tanto del altar como del laboratorio y el cristiano no debe pedir disculpas por el primero ni estar enamorado del segundo.
No debemos separar lo sagrado y lo secular hasta el punto de que restringimos la religión al corazón y al sábado, y la educación a la mente y al resto de la semana. El peligro escondido de lo secular es pensar y vivir como si Dios no existiera. Es un mandato de la fe enfrentar ese peligro en su propio terreno y vencer sus males. Para poder hacerlo, la fe necesita mantener su habilidad, otorgada por Dios, de razonar de manera eficaz. Vivimos en el mundo, pero no somos parte de él. El mundo es al mismo tiempo nuestro hogar y nuestra misión. La relación integral entre la fe y la razón es resumida muy bien por Elena White: “El conocimiento es poder, pero es poder para bien, únicamente cuando va unido con la verdadera piedad. Debe ser vivificado por el Espíritu de Dios, a fin de servir para los más nobles propósitos. Cuanto más íntima sea nuestra relación con Dios, tanto más plenamente podremos comprender el valor de la verdadera ciencia; porque los atributos de Dios, según se ven en sus obras creadas, pueden ser apreciados mejor por aquel que tiene un conocimiento del Creador de todas las cosas, el Autor de toda verdad”.
John M. Fowler
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