No hay lenguaje más hermoso que el del amor. El poder del dinero, del conocimiento, o cualquier otro recurso material o espiritual, son insignificantes en comparación con la fuerza del amor.
El Taj Mahal, que resplandece junto al río Jumna, en la llanura de Agra, India, es la pieza arquitectónica más celebrada del mundo. Esta magnífica obra de arte surgió como resultado de una relación nada común, entre un antiguo emperador, llamado Shah Jahan, y su amada esposa, Muntaz Mahal. En una época en que los casamientos reales eran casi siempre realizados por interés, estas dos personas unieron sus vidas por amor.
Fue en ocasión de una fiesta real que Jahan se enamoró de Muntaz. Pidió su mano en matrimonio y fue aceptado. Una vez que se casaron, se volvieron inseparables. Los poetas de la corte escribieron que la belleza de Muntaz hacía que la luna se escondiera avergonzada. Pero Jahan apreciaba a su amada por mucho más que su belleza física. La joven era tan inteligente que pronto se convirtió en su más apreciada consejera. También era generosa y compasiva.
Corría el año 1631. Movida por el afecto, la reina insistió en acompañar al Shah a una campaña militar contra fuerzas rebeldes en el sur de la India, a pesar de que ella se encontraba encinta. Fue durante esa campaña que aconteció la tragedia. Después de dar a luz a su decimocuarto hijo, Muntaz falleció. El Shah Jahan se sintió devastado. Su compañera inseparable durante 19 años, había fallecido. Se encerró en su cámara y se negó a comer. Durante ocho largos días permaneció en cama, gimiendo de angustia. Cuando por fin se levantó, era un hombre envejecido.
El amor de su vida había desaparecido. Ese amor que parecía eterno, le había sido arrebatado. Pero el gobernante halló una forma de inmortalizarlo. Decidió erigir un mausoleo para su esposa, que fuera tan hermoso como su amor. Bajo su dirección, un concilio de arquitectos de la India y de Persia, y más de 20.000 operarios, se dedicaron a la planificación y construcción de este palacio que demoró 22 años en completarse.
Así fue como Jahan construyó el Taj Mahal, monumento exquisito para guardar los restos de su esposa. La unión perfecta que había existido entre ambos había sido destruida, pero Shah Jahan se aseguró que en los siglos venideros fuese recordada por medio de esa bellísima estructura.
Todos podemos construir un palacio movidos por el amor. Como seres humanos, hemos sido creados para amar y ser amados. En este mundo que se caracteriza por relaciones estropeadas, podemos echar mano de componentes irreemplazables para edificar un hogar y una vida que sean monumentos al amor verdadero.
El amor se manifiesta en formas muy diversas. Así como un rayo de luz se fragmenta y proyecta en variados colores al pasar a través de un prisma, de igual modo cuando el amor se introduce en la vida, se manifiesta de muchas maneras.
En el llamado Salmo del amor, San Pablo describe este don del siguiente modo: “El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, más se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca deja de ser” (1 Corintios 13: 4-8).
“El amor no busca lo suyo”. La tendencia natural del ser humano es satisfacer primero el yo, luego el yo, y siempre el yo. Pero impulsado por el amor, se produce un cambio fundamental. Se ama a los demás como a uno mismo. Como dijera Douglas Cooper: “Amar es usar el poder de elegir dado por Dios, para decir o hacer lo que es para el mayor provecho, y para el mayor bienestar de otra persona”. ¿Y quién podría ilustrar mejor esta virtud que una madre? Cuando las Sagradas Escrituras procuran dar una idea aproximada del amor de Dios, lo compara con el amor de la madre. Sólo este amor nos da una vislumbre de la misericordia con que nos ama nuestro Padre celestial. Es un amor que nunca muere, libre de egoísmo, que lo da todo sin pedir nada. Aunque el hijo sea indigno de su cariño, la madre lo seguirá amando.
El amor verdadero siente más la necesidad de dar que de recibir. El lenguaje de amor es muy hermoso. Cuando el amor ilumina el corazón, la vida se torna fecunda y abnegada. Entonces se producen genuinos milagros. Pero por encima del amor humano, existe un amor tanto más sublime como dista el cielo de la tierra, un amor que alcanza una dimensión cósmica. Disfrutar de ese amor es la mayor aventura y bendición.
El Taj Mahal, que resplandece junto al río Jumna, en la llanura de Agra, India, es la pieza arquitectónica más celebrada del mundo. Esta magnífica obra de arte surgió como resultado de una relación nada común, entre un antiguo emperador, llamado Shah Jahan, y su amada esposa, Muntaz Mahal. En una época en que los casamientos reales eran casi siempre realizados por interés, estas dos personas unieron sus vidas por amor.
Fue en ocasión de una fiesta real que Jahan se enamoró de Muntaz. Pidió su mano en matrimonio y fue aceptado. Una vez que se casaron, se volvieron inseparables. Los poetas de la corte escribieron que la belleza de Muntaz hacía que la luna se escondiera avergonzada. Pero Jahan apreciaba a su amada por mucho más que su belleza física. La joven era tan inteligente que pronto se convirtió en su más apreciada consejera. También era generosa y compasiva.
Corría el año 1631. Movida por el afecto, la reina insistió en acompañar al Shah a una campaña militar contra fuerzas rebeldes en el sur de la India, a pesar de que ella se encontraba encinta. Fue durante esa campaña que aconteció la tragedia. Después de dar a luz a su decimocuarto hijo, Muntaz falleció. El Shah Jahan se sintió devastado. Su compañera inseparable durante 19 años, había fallecido. Se encerró en su cámara y se negó a comer. Durante ocho largos días permaneció en cama, gimiendo de angustia. Cuando por fin se levantó, era un hombre envejecido.
El amor de su vida había desaparecido. Ese amor que parecía eterno, le había sido arrebatado. Pero el gobernante halló una forma de inmortalizarlo. Decidió erigir un mausoleo para su esposa, que fuera tan hermoso como su amor. Bajo su dirección, un concilio de arquitectos de la India y de Persia, y más de 20.000 operarios, se dedicaron a la planificación y construcción de este palacio que demoró 22 años en completarse.
Así fue como Jahan construyó el Taj Mahal, monumento exquisito para guardar los restos de su esposa. La unión perfecta que había existido entre ambos había sido destruida, pero Shah Jahan se aseguró que en los siglos venideros fuese recordada por medio de esa bellísima estructura.
Todos podemos construir un palacio movidos por el amor. Como seres humanos, hemos sido creados para amar y ser amados. En este mundo que se caracteriza por relaciones estropeadas, podemos echar mano de componentes irreemplazables para edificar un hogar y una vida que sean monumentos al amor verdadero.
El amor se manifiesta en formas muy diversas. Así como un rayo de luz se fragmenta y proyecta en variados colores al pasar a través de un prisma, de igual modo cuando el amor se introduce en la vida, se manifiesta de muchas maneras.
En el llamado Salmo del amor, San Pablo describe este don del siguiente modo: “El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; no se goza de la injusticia, más se goza de la verdad. Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. El amor nunca deja de ser” (1 Corintios 13: 4-8).
“El amor no busca lo suyo”. La tendencia natural del ser humano es satisfacer primero el yo, luego el yo, y siempre el yo. Pero impulsado por el amor, se produce un cambio fundamental. Se ama a los demás como a uno mismo. Como dijera Douglas Cooper: “Amar es usar el poder de elegir dado por Dios, para decir o hacer lo que es para el mayor provecho, y para el mayor bienestar de otra persona”. ¿Y quién podría ilustrar mejor esta virtud que una madre? Cuando las Sagradas Escrituras procuran dar una idea aproximada del amor de Dios, lo compara con el amor de la madre. Sólo este amor nos da una vislumbre de la misericordia con que nos ama nuestro Padre celestial. Es un amor que nunca muere, libre de egoísmo, que lo da todo sin pedir nada. Aunque el hijo sea indigno de su cariño, la madre lo seguirá amando.
El amor verdadero siente más la necesidad de dar que de recibir. El lenguaje de amor es muy hermoso. Cuando el amor ilumina el corazón, la vida se torna fecunda y abnegada. Entonces se producen genuinos milagros. Pero por encima del amor humano, existe un amor tanto más sublime como dista el cielo de la tierra, un amor que alcanza una dimensión cósmica. Disfrutar de ese amor es la mayor aventura y bendición.
Dr. Milton Peverini García
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