martes, 10 de abril de 2007

¿PUEDE ENTENDERSE LA REALIDAD SIN DIOS? II

Por Clifford Goldstein
Dimensiones más allá del espacio y del tiempo
Los científicos hablan de otras dimensiones más allá del espacio-tiempo; algunas ramas de la física las demandan (la teoría del superstring requiere por lo menos diez dimensiones). Algunos matemáticos sostienen que los números puros existen en una “realidad” independiente, distinta de nuestro mundo de percepción sensorial. Otros afirman que lo sobrenatural, lo oculto, el reino de la fe, de los ángeles, y la esfera del bien y del mal existen en el noumenon, más allá de las continencias y limitaciones humanas. El autor del libro del Nuevo Testamento a los Hebreos escribió que “lo que se ve fue hecho de lo que no se veía” (Hebreos 11: 3, VRV). El apóstol Pablo se refirió a realidades “que hay en los cielos y... que hay en la tierra, visibles e invisibles” (Colosenses 1: 16). ¿Qué son esas cosas que no aparecen? ¿Qué son esas realidades invisibles, no tanto en el cielo sino en la tierra?
La distinción de Kant entre phenomenon y noumenon, aunque no prueba la presencia de lo sobrenatural, al menos ha abierto un espacio para su existencia. Él postuló, aunque no fuera más que eso, una residencia física factible, un lugar donde lo sobrenatural pudiera existir. Un millón de llamadas a teléfonos celulares cruzándose silenciosamente a nuestro alrededor implican la posibilidad —no la probabilidad— de otros intangibles (¿ángeles, tal vez?). Lo primero muestra que la actividad inteligente e intencionada puede funcionar en derredor de nosotros, y sin embargo permanecer más allá de nosotros, aun cuando nos afecte. (¿Quién, por ejemplo, olió, oyó, vio, gustó o palpó el elevado nivel de radiación que, en un tratamiento contra un cáncer avanzado, destruyó el revestimiento interior de sus intestinos, debilitó sus defensas inmunológicas y precipitó su muerte?)
El noumenon está allí, en más de una forma, todo el tiempo, y más allá de nuestras limitadas percepciones. El phenomenon es, quizá, la punta del iceberg del infinito noumenon que nuestra mente percibe y absorbe, como una oscura esponja. El que apenas podamos percibir un mínimo de la realidad total no significa que no percibimos una parte de ella. El que no la podamos conocer plenamente no significa que no podamos conocerla a lo menos parcialmente. En Éxodo, cuando Moisés le pidió a Dios: “Te ruego que me muestres tu gloria” (33:18), Dios respondió: “No podrás ver mi rostro; porque no me verá hombre, y vivirá”. Y entonces dijo: “He aquí un lugar junto a mí, y tú estarás sobre la peña; y cuando pase mi gloria, yo te pondré en una hendidura de la peña, y te cubriré con mi mano hasta que haya pasado. Después apartaré mi mano, y verás mis espaldas; mas no se verá mi rostro” (Éxodo 33:20-23). Tal vez en eso consiste el phenomenon, la espalda, no el rostro, del noumenon.
Los matemáticos han encontrado increíble coherencia y belleza en el mundo de los números. Las matemáticas parecen estar “más allá” de las sensaciones, no como estructuras físicas sino más bien como precisas y delicadas relaciones entre entidades preexistentes, más permanentes y firmes que el mundo material. Aunque el cerebro procese las fórmulas matemáticas de manera abstracta, intuimos que se trata de realidades que se presentan más consistentes, confiables y estables que los caprichos efímeros, vacilantes y artificiales del phenomenon. Tres kilos de arroz, no importa cuán exacta sea la balanza, siempre serán más o menos que tres kilos (siquiera apenas por unas pocas moléculas); sin embargo, el número tres, como número en sí mismo, es absoluto y puro, sin necesidad de ajustes o refinamientos.
Por consiguiente, ya sea como concepto o como sensación, algo del noumenon nos llega, aun cuando lo percibamos como phenomenon. Estamos diseñados, por decirlo así, para interactuar con el noumenon, con lo auténticamente real, o al menos con parte de él. Hay una adecuada armonía, una concordancia estéticamente placentera entre nuestros sentidos y la porción de la realidad que entra en nuestra conciencia.
¡Cuán afortunados somos al poder observar la parte del espectro electromagnético emitido por la estrella más cercana a nuestros ojos —el Sol— que no sólo nos permite ver los objetos sino además verlos en toda su belleza! ¿Hay alguna razón lógica, necesaria o siquiera práctica para que las puestas de sol o los pavos reales sean representados tan placenteramente en nuestra mente? Sea cual fuere la cosa-en-sí-misma que emana de las hojas de menta, ¡cuán agradable resulta que, al penetrar en la nariz, nuestra mente la perciba como una fragancia deleitosa! No importa qué sea en-sí-misma una naranja (o un durazno, o una ciruela, o una uva), no sólo interactúa tan sabrosa y deliciosamente con nuestra boca, sino que además viene saturada con elementos químicos y nutrientes que satisfacen perfectamente nuestras necesidades físicas.
Por supuesto, los mismos dispositivos que proyectan el bien y el placer en nuestra conciencia, hacen lo mismo con el mal y la fealdad. La puesta de sol que arroja incandescentes rayos de luz desde el horizonte también deja detrás una fría estela que afecta a los pobres que quedan acurrucados y temblorosos en umbrales hostiles. No importa cuán exquisita sea una uva o sabrosa una manzana, la peste a menudo las descomponen antes que lo haga el vientre humano. Y ese vientre también provee amplio terreno para el surgimiento de tumores voraces. Por lo tanto, por más inherentemente bueno que sea el phenomenon, el mal con frecuencia lo malogra.
El mal: Un parásito
El mal siempre aparece después de la realidad fundamental, como un parásito. San Agustín, en La Ciudad de Dios, afirmó que el mal es una disminución, un abandono del bien. El bien vino primero; el mal lo siguió. No hay causa eficiente del mal, decía él, sólo una causa deficiente. Lo que llamamos mal “es meramente la ausencia de algo que es el bien”.4
Como el silencio, como la oscuridad, el mal surge solamente de una carencia, de un vaciamiento. “Ahora —continuaba Agustín—, tratar de descubrir las causas de estos defectos —causas, como he dicho, no eficientes, sino deficientes— es como si alguien procurase ver la oscuridad o escuchar el silencio. Sin embargo, ambos son conocidos por nosotros, y el primero sólo por medio del ojo, el último sólo por medio del oído; pero no por su realidad positiva, sino por su ausencia”.5
Observemos cuidadosamente: un durazno podrido requiere, en primer lugar, la existencia de un durazno sano. No puede haber enfermedad sexual sin que haya, primeramente, una relación sexual. Y antes de una criatura violada existe solamente una criatura normal. Los adjetivos son secundarios, no originales, intrusiones después-del-hecho, posteriores a él; y el hecho mismo, como realidad pura, es bueno.
Los niños, los duraznos, las relaciones sexuales —antes de cualquier defecto o imperfección— revelan el toque creativo de un amor tierno y gentil. Pensemos en ellos, sin todos los adjetivos negativos; imaginemos a la criatura, sin modificación. Por más rudamente que haya sido afectada, la naturaleza aún puede trascender la lógica pura y permitirnos intuir indicios de un futuro más prometedor que la entropía cósmica. Al relacionar lo que está en nosotros (nuestros sentidos) y lo que está más allá de ellos (lo sentido), la ecuación computa un resultado bello, los números se conectan, aunque tengan que ser calculados en nuestro corazón, no en nuestra cabeza.
Pensemos por un momento en la doctrina bíblica de la encarnación. Es una afirmación casi inconcebible: Dios mismo se encarnó en un ser humano. El Creador y Sustentador del vastísimo universo asumió nuestra carne, vivió entre nosotros y en la cruz cargó con cada adjetivo y adverbio y verbo malvados. Y el peso de toda esa maldición —su culpa, su consecuencia, su penalidad— fue suficiente para matarlo. Dios no es inmune a nuestro dolor ni a nuestro mal. Por el contrario, quebrantaron su vida, en Jesús, en la cruz.
Pero si la Cruz es una realidad, lo es como evidencia incontestable de que Dios nos ama con un amor que se extiende por encima de la fría expansión de lo infinito hasta entrar en los febriles rincones de nuestra vida temerosa y frágil. Nos confirma, también, que habiendo asuntos tan importantes en juego, Dios no habría ido a la cruz sin darnos razones para creer que lo hizo. Y una de esas razones es su plan de restaurar el mundo y las criaturas a su condición original, prístina. Imaginemos la creación despojada de todos sus viles modificadores; y entonces imaginemos esos modificadores cayendo, con todo su enorme peso, sobre Jesús.
Si alguien rompiera el vidrio y dañara con un cuchillo el cuadro de la Mona Lisa, ¿esas cuchilladas disminuirían el amor que Leonardo invirtió al retratar a esa famosa dama? No puede haber hambruna sin que primero haya campos de trigo y maíz. ¿Y qué nos dicen el trigo y el maíz acerca de Alguien que primeramente envolvió su semilla en la cáscara antes que el agua, la tierra, el aire y el sol hicieran asomar el tallo y lo cubrieran con espigas? ¿De Alguien que también diseñó nuestro organismo para que esos granos de trigo y maíz tostados tuvieran tan buen sabor en nuestra boca y cuyos nutrientes se adecuaran tan saludablemente a nuestras células?
Por cierto, los campos cubiertos de cereales no validan el argumento moral de la existencia de Dios, así como el aroma inconfundible de las orquídeas no invalida el materialismo a priori. Hay que admitir que las luminosas puestas de sol revelan los límites de la lógica y la razón para conocer el amor de Dios. Y aun un bebé en su admirable inocencia no demuestra que Cristo murió en la cruz por nosotros. Reconozcamos los límites de estos argumentos; pero no les neguemos su importancia y su peso.
“Pregunta a las bestias o a las aves: ellas te pueden enseñar. También a la tierra y a los peces del mar puedes pedirles que te instruyan. ¿Hay alguien todavía que no sepa que Dios lo hizo todo con su mano? En su mano está la vida de todo ser viviente” (Job 12:7-10, VP).
El autor,Clifford Goldstein, es el redactor de la Guía de Estudio de la Biblia para Adultos. Este ensayo ha sido adaptado de su libro God, Gödel, and Grace: A Philosophy of Faith (Hagerstown, Maryland: Review and Herald Publ. Assn., 2003).


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