Estudiaba en un colegio católico con 15 años. En la entrada de las oficinas había un cuadro de lindas flores, con un mensaje que decía: “Poner amor donde hay odio”. Ese mensaje me hacía reflexionar. Una vez, iba saliendo de la sala de clases para irnos a casa, cuando sentí un empujón por la espalda. Me di vuelta y ví que allí estaba el matón del colegio, un joven gordo, grandote y bravucón. Mientras me decía burlonamente: _“¿Cómo estás pues…?” Y me insultó _“Oye, este tiene cara de… “ Y hasta ahí no más escuché, porque al ver sus ojos tan llenos de odio, me acordé del cuadro del colegio: “Poner amor donde hay odio” Pensé en el poco amor que debe de haber recibido, en el rechazo que en todos generaba y traté de ser amable y darle amor. Mientras que el esperaba una actitud pasiva, confiando en su gran porte físico, o una agresión física o verbal, por el empujón que me dio y por sus burlas e insultos, yo le respondí el saludo así: _“Hola, pues” Y lo llamé por su nombre, con voz afectuosa, poniéndole mi mano en su hombro y caminando junto a él y le pregunté cálidamente: _“¿Cómo estás?” Él sorprendido y sonrojado de desconcierto, contestó inconcientemente: _“Bien”, caminando cabizbajo y meditabundo unos pasos más y rectificó su respuesta diciendo: “Bien mal”. Nunca más fue bravucón conmigo, y solo por poner amor donde hay odio.
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