miércoles, 31 de enero de 2007

El Carácter

Carácter, en griego, significa marca o señal imborrable. La educación que recibimos y la vida misma, en su conjunto, deja en nosotros una huella particular. Quedamos marcados por nuestras respectivas experiencias. Nuestro carácter es como el tipo de rostro espiritual que nos hemos dado a nosotros mismos, consecuencia de las experiencias vividas y de la forma en que hemos enfrentado tales experiencias. En relación a nuestro carácter personal, cada uno de nosotros podría decir: “yo no soy solo mi organismo, ni la forma particular de mi rostro; es claro que sin un cuerpo no existo, pero lo que me caracteriza y distingue de otros seres humanos, no es sólo la forma corporal, sino también es mi mundo interior; yo soy lo que me preocupa, lo que me interesa, lo que me estimula, lo que recuerdo con afecto o con aversión, lo que me motiva; yo soy lo que intento realizar. “Dime lo que amas y te diré quién eres”. Somos lo que pensamos.

La gente y las cosas que amamos nos modelan y terminan formándonos. Como un arroyo adquiere las propiedades del suelo donde corre, los principios y hábitos de los jóvenes se tiñen, invariablemente, del carácter de las compañías que tratan. El amigo más fácilmente reconocible es un semejante con quien compartimos ideales, conceptos, planes y metas. Alguien que nos inspira a hacer lo mejor y alcanzar lo máximo que podemos, por las razones correctas. También necesitamos un modelo, alguien que personifique las metas; alguien que tenga metas comunes a las nuestras.

El carácter es una inclinación entusiasta y voluntaria, hacia metas que consideramos valiosas. La tarea fundamental para el educador, y para todo individuo preocupado de su educación o reeducación, es la formación del carácter; la formación de un carácter social y axiológicamente deseable. El carácter es el modo personal de enfrentarse a la vida, en relación a los valores. No es lo mismo, conocer algo que amarlo. El carácter es como estar enamorado por determinadas metas humanas. Es frecuente, por ejemplo, que por los establecimientos educacionales pasen legiones de jóvenes que aprenden muchos datos científicos, pero en la mayoría de los casos, no brota en ellos entusiasmo serio y persistente por la actividad científica.

A medida que maduramos, desarrollamos nuestros propios valores, los cuales están en la base del carácter. Cuando afirmamos que la conducta humana tiene sentido, expresamos la idea de que la acción humana, es el medio a través del cual un individuo intenta alcanzar un objetivo. Son las respuestas a las variadas situaciones con las que se va enfrentando, que tiene su propio significado e interpretación.

Hemos dicho que el amor es un principio de vida esencial, un punto de partida y razón necesaria y fundamental, que no puede ir en contra de los valores. Pero ¿qué es un valor? La palabra valor, significa no solo un producto valioso, sino también un proceso, el método por el cual llegamos a lo que valoramos. Los valores son propiedades, cualidades sui generis, que poseen ciertos objetos llamados bienes. No son cualidades sensibles a los sentidos, por lo tanto son subjetivas. Son una clase nueva de cualidad, según un criterio también nuevo de división. Como las cualidades no pueden existir por si mismas, los valores pertenecen a los objetos llamados “no independientes”, que no tienen sustantividad. El valor es una cualidad, un adjetivo, por lo tanto, son entes parasitarios, que no pueden vivir sin apoyarse en objetos reales y de frágil existencia. Los valores son meras “posibilidades”, es decir, no tienen existencia real, sino virtual. Se dice que los valores “no son”, sino que valen. En otro sentido, el valor es real, pues tiene existencia en el mundo real y no es una mera fantasía del sujeto.

Una característica fundamental de los valores es la polaridad. Los valores se presentan desdoblados en un valor positivo y el correspondiente valor negativo. Así, a la bondad se le opone la maldad; a lo bello lo feo, a lo justo lo injusto. Los valores están, además, ordenados jerárquicamente, esto es, hay valores inferiores y superiores. El sentido creador y ascendente de la vida se basa, fundamentalmente, en la afirmación del valor positivo frente al negativo, y del valor superior frente al inferior.

El valor superior se diferencia del inferior, por estar a favor y en armonía con las leyes que gobiernan el Universo, la naturaleza y la vida.

El hombre, individualmente como colectivamente, se apoya en una tabla de valores, que no son fijas, sino fluctuantes y no siempre coherentes; pero es indudable que el comportamiento frente al prójimo, los actos, las creaciones estéticas, etc., son juzgados y preferidos de acuerdo con una tabla de valores. Someter a un examen crítico esas tablas de valores, que oscuramente influyen en nuestra conducta y nuestras preferencias, es tarea irrenunciable de toda persona culta.

Cuando dos personas no están de acuerdo al valorar a otra persona como agradable o desagradable, y fracasan en el intento de convencerse mutuamente, la discusión termina, por lo general, con la afirmación de uno o de ambos interlocutores, de que a él o a ella le gusta o no le gusta, y nadie podrá convencerlo de lo contrario. Es una nota peculiar del valor su carácter íntimo e inmediato de la valoración. El agrado o desagrado de algo o alguien, es algo personal, íntimo, privado y con frecuencia inefable. No queremos renunciar a esa intimidad, pues de lo contrario, se nos escapa de las manos una nota esencial del goce estético. ¿Cómo podrán convencernos con silogismos, argumentos y citas eruditas, cuando nuestro goce es tan inmediato y directo que no admite posibilidades de equívoco? Pero los gustos se forman y se educan, como ocurre en el caso de las preferencias en la alimentación; si elegimos lo que es mejor y más saludable, el hábito lo volverá agradable. Tomemos como ejemplo el caso de Sansón; el texto bíblico señala: “Sansón bajó un día al pueblo de Timnat y se fijó en una mujer filistea, y cuando regresó a casa se lo contó a sus padres. Le dijo: Por favor, quiero que hagan todos los arreglos para casarme con una mujer filistea que vi en Timnat. Pero sus padres le dijeron: ¿Para qué tienes que ir a buscar esposa entre esos filisteos paganos? ¿Acaso ya no hay mujeres entre nuestros parientes, o entre todos los israelitas? Sansón respondió: Esa muchacha es la que me gusta, y es la que quiero que me consigan como esposa” (Jueces 14:1-3). “Agradó a mis ojos” fue la razón que dio Sansón. Sus ojos fueron el parámetro de su valoración de pareja y fue la causa de su caída, pues al final de sus días, sus enemigos, descubriendo el secreto de su poder, gracias a la confianza que Sansón depositó en una mujer que lo traicionó, la cual era su debilidad, lograron apresarlo al perder su fuerza extraordinaria y le sacaron sus ojos, paradójicamente, la causa de su desatino. Se dice de Sansón que fue un hombre de grandes músculos, pero de pequeños principios.

El libro de Proverbios abunda en citas al respecto: “Engañosa es la gracia, y vana la hermosura; la mujer que teme a Jehová esa será alabada”. “Los encantos son una mentira, la belleza no es más que ilusión, pero la mujer que honra al Señor, es digna de alabanza” (Proverbios 31:30).

“Mujer virtuosa, ¿quién la hallará? Porque su estima sobrepasa largamente a la de las piedras preciosas. El corazón de su marido está en ella confiado, y no carecerá de ganancias” (Proverbios 31:10-11).

“Anillo de oro en hocico de cerdo, es la mujer bella de poco cerebro” (Proverbios 11:22).

Esto significa valorar una boca por ser bella, o por si realmente dice la verdad; es valorar unas manos por su suavidad o por su abnegación.

Si uno se refugia en el puerto acogedor de la subjetividad, y trata de mantener la cabeza serena, a pesar de que tiene agitado el corazón, descubrirá que tomará más conciencia de la realidad y sus decisiones serán más acertadas. La doctrina subjetiva y sensorial, no puede satisfacernos por completo. Si cada uno tiene su propio metro de valoración, ¿Con qué patrón decidiremos los conflictos axiológicos? La educación estética y moral sería imposible, la vida decente no tendría sentido, y el arrepentimiento del pecado sería absurdo.

Es cierto que la valoración es subjetiva, pero es indispensable distinguir la valoración del valor. El valor es anterior a la valoración. Si no hubiera valores ¿qué habríamos de valorar? Lo subjetivo es el proceso de captación del valor.

La verdad no se basa en la opinión de las personas, sino en la objetividad de los hechos; de allí que la verdad no pueda reforzarse ni aminorarse por el democrático procedimiento de los votos. El deber está por encima del agrado o desagrado, pues el deber es objetivo, es un hecho real, y descansa en un valor moral, en una ley natural y de la vida. Por eso es que lo importante no es hacer lo que agrada, sino que hallar agrado en lo que se debe hacer. El valor ético tiene una fuerza impositiva, que nos obliga a reconocerla, aún en contra de nuestros deseos, tendencias e intereses personales. Pero también están los valores sensoriales del agrado, los valores útiles, los valores vitales y los valores estéticos. En estos últimos, los criterios subjetivos y objetivos parecen en mayor equilibrio.
Captamos los valores por medio de las vivencias emocionales del percibir sentimental. A su vez, el orden jerárquico de los valores, se presenta en el “preferir” y “postergar”.

La verdad nos dice cómo es Dios, y si la fe es el deseo de conocer a Dios y desarrollar una relación con El, entonces la búsqueda de la verdad, significa descubrir cómo es El, e incorporar esos rasgos en nuestras vidas. Esto debe ocurrir de una manera organizada, incluyendo todas nuestras actividades, y no sólo las que son de índole espiritual. Mientras perseguimos la verdad y la aplicamos a nuestras vidas, deseamos ser más semejantes a Cristo, que dijo: “Yo soy la verdad que te hará libre”. De manera que, la verdad nos dice lo que Dios requiere de nosotros.

La excelencia moral y las buenas cualidades mentales, no son el resultado de la casualidad. La formación de un carácter noble, es la obra de toda una vida, y debe ser el resultado de un esfuerzo aplicado y perseverante.







El proceso de desarrollo de valores, comprende siete pasos indispensables:


1. Elegir libremente y sin ninguna cohersión
2. Seleccionar entre alternativas variadas reales
3. Elegir luego de haber considerado las consecuencias que tendrá cada una de las alternativas.
4. Atesorar y amar lo que elegimos
5. Estar dispuestos a reconocer públicamente lo que elegimos
6. Actuar de acuerdo con nuestra elección
7. Repetir la acción a fin de transformarla en un hábito y en parte de nuestro modelo de vida.

Si estos siete pasos no están presentes, podremos verbalizarlos y hasta movernos para actuar por ellos, pero no tendremos un compromiso firme y duradero, que nos haga aferrarnos a ellos, aunque los cielos se desplomen, es decir, no habrá valor para defender las convicciones y soportar las presiones e influencias contrarias, tales como el materialismo, el edonismo, la permisividad, el erotismo exacerbado, el consumismo, etc., dado al avance exponencial de la ciencia y la tecnología en desmedro del desarrollo del carácter y la moral. El mayor énfasis dado al nivel informativo sobre el formativo; el parecer, conocer, hacer y tener, por sobre el sentir, el valorar y el ser. Estos énfasis desmedidos han sumergido a las sociedades contemporáneas, en la llamada crisis de valores, dando como resultado un tipo de hombre relativamente bien informado, pero con escasa educación humana, muy entregado al pragmatismo, superficial, trivial, frívolo, escéptico, carente de un criterio sólido en su conducta, permisivo, que va sin sentido, a la deriva, sin ideas claras, indiferente, especializado, pero ignorante de la inmensa realidad que lo rodea, consumista, materialista, centrado en sí mismo, atemorizado por peligros reales e imaginarios, envilecido por el vicio, estados de ánimo cargados de tedio, sufrimiento y vacío interior, donde el descompromiso, la negligencia e inercia son la moda.

Quizás el ejemplo más patente lo tenemos en la vida conyugal. Para muchos el matrimonio es una empresa entre utópica e imposible. Porque sólo quien es libre, es capaz de comprometerse. Y el hombre post-moderno es cada vez más esclavo de sus pasiones, de sus gustos subjetivos. Prefiere una bulimia de sensaciones: probarlo todo, verlo todo, bajar al fondo de todo, pero no para conocer mejor los resortes personales y buscar una mejoría, sino para divertirse. Ya no hay inquietudes culturales ni grandes aspiraciones sociales. El compromiso es débil, pues en vez de arreglar los problemas se prefiere desechar la relación, como si fuera un artículo o un objeto de consumo desechable. Lo interesante es jugar, vivir sin objetivos nobles o humanista. Este es el drama de la permisividad: una existencia indiferente, sin aspiraciones, edificada de espaldas a cualquier compromiso trascendente. Lo único que importa es experimentar y sentir placeres; vegetar sin motivaciones ni intereses. La permisividad llega a ser una religión, cuyo credo es una curiosidad de sensaciones dispersas, un atreverse a llegar cada vez más lejos en la inmoralidad, y aceptar todo con indiferencia.

El ejemplo de las civilizaciones antiguas, el surgimiento y caída de los imperios como también la historia personal de los individuos, señalan la lección de que la decadencia se desencadena por una manifestación de fuerzas agresivas y perversas del ser humano e inmorales, como el odio, el egoísmo, el orgullo y la maldad que aplastan la razón y la ética. Seguir una vida demasiado antinatural y anormal, sin ética ni fe, impide ver la realidad y regenerarse. Entonces viene la destrucción de uno mismo y de unos a otros, hasta llegar al derrumbamiento total. De allí la importancia de vivir una vida auténtica, aprovechando los goces y satisfacciones sanos, predominando la razón, la responsabilidad, la inteligencia, la integridad, la aceptación y el respeto de sí mismo y el amor. Evitando así los placeres mal sanos y vicios, con todos sus perjuicios, los conflictos internos y sus consecuencias, los trastornos del carácter y de la personalidad. Todo esto permitirá que el amor se exprese con toda su fuerza en el carácter de la persona, y con toda su pureza.

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